Liderar después de la Ley Karin: El acoso no como enfermedad, si no como síntoma

Por Andrea González Farías

Casi diez meses después de la entrada en vigencia de la Ley Karin —que establece un marco normativo para prevenir y sancionar el acoso laboral y sexual en Chile— las cifras hablan por sí solas: cerca de 22 mil denuncias y el 72% de ellas no lograron acreditarse (periodo de vigencia del 2024). Esto no debería alarmarnos por un supuesto exceso de denuncias. Tampoco basta con apuntar solo a las fallas de diseño en los procedimientos. Lo verdaderamente preocupante es lo que estas cifras revelan: una falta de comprensión del fenómeno, y una fragilidad institucional que impide sostener procesos que sean justos, empáticos y transformadores. Nos enfrentamos, además, a una verdad incómoda: el acoso no es solo un acto individual, sino el síntoma visible de una cultura organizacional que sigue operando bajo lógicas de poder obsoletas.

En Chile, como en gran parte de América Latina, heredamos un modo de ejercer el poder marcado por la verticalidad, la desconfianza y el autoritarismo. Este estilo de liderazgo —profundamente vinculado a nuestro legado colonial y al patriarcado global— ha normalizado la dureza, el control y la desconexión emocional como atributos de autoridad. En ese marco, la hostilidad y el abuso no son anomalías: son lógicas de relación que han sido toleradas, e incluso recompensadas, por décadas.

Muchas organizaciones han respondido a la Ley Karin con lo justo: redactaron protocolos genéricos, actualizaron reglamentos, nombraron investigadores y ofrecieron capacitaciones mínimas. Pero sin una transformación profunda de la cultura interna, el acoso persiste. Solo que ahora es más silencioso, más difícil de nombrar, más doloroso de denunciar.

Porque el acoso laboral no es un hecho aislado: es la expresión última de estructuras relacionales deterioradas. Entornos donde el conflicto se entiende como amenaza, y no como una oportunidad para reparar. Donde el liderazgo se ejerce desde el control y la evasión emocional, y no desde la escucha ni la conciencia ética. En el caso del acoso sexual, esto se agrava con dinámicas de dominación y cosificación profundamente arraigadas, que siguen siendo toleradas en muchas esferas de poder.

El Estado ya dio un paso importante con la promulgación de esta ley. Pero el verdadero desafío ahora recae sobre las instituciones en su conjunto —públicas, privadas, grandes y pequeñas—: revisar el tipo de liderazgo que ejercen, y transformar las formas en que se vinculan al interior de sus equipos. Y sí, el Estado tiene una tarea pendiente en el largo plazo: incorporar la formación ética y emocional en los espacios escolares y formativos. Pero en lo inmediato, la responsabilidad es concreta y urgente: son las empresas, servicios, ONGs, universidades y reparticiones públicas quienes deben iniciar este cambio.

Cumplir con la norma no basta. Si no cuestionamos nuestras prácticas de poder, seguiremos reprimiendo los síntomas sin sanar la enfermedad. Necesitamos liderazgos éticos, capaces de hacerse cargo del poder que ejercen y de sus impactos emocionales. Liderazgos regenerativos, que no teman reparar, ni reconocer sus errores. Liderazgos horizontales, que comprendan que autoridad no es lo mismo que autoritarismo. ¿Cómo se construyen? No con talleres aislados ni buzones de denuncia, sino con procesos serios de formación emocional, espacios de conversación sostenida y cambios en la forma en que se evalúa el desempeño de las jefaturas.

Las preguntas que hoy ya no deberían incomodarnos no son técnicas. Son estructurales: ¿Desde qué lugar me relaciono con mi equipo?
¿Estoy dispuesto a entender el conflicto antes de silenciarlo? ¿Me atrevo a perder control para ganar confianza?

Porque sí: la Ley Karin fue un avance. Pero no transforma nada por sí sola. Las organizaciones deben decidir si quieren cumplir o cambiar. Y quienes lideran deben elegir si quieren controlar… o cuidar.

En ese cruce, entre el cumplimiento legal y la transformación real, se juega no solo la estabilidad organizacional de nuestras empresas, instituciones y organizaciones, sino también el tipo de sociedad que estamos dispuestos a sostener.